miércoles, 3 de agosto de 2011

ZONAS DIALECTALES

La división del español de América en zonas dialectales

Roberto Hernández Montoya

Este texto forma parte de la serie sobre lenguaje presentada en
Gramática imaginaria

La clasificación de zonas dialectales presenta las mismas dificultades que ofrece la clasificación de las lenguas: ¿qué criterio emplear? A poco que se aventure uno en esta labor, si se es riguroso, comienzan a desplomarse las convicciones una tras otra, pues no parece haber una coherente distribución de rasgos que permitan ubicar las lenguas —y los dialectos— según conjuntos de atributos estructurados.

Comenzando por el concepto mismo de ‘dialecto’ en tanto que opuesto a ‘lengua’, las dificultades son enormes. En su prolijo examen sobre el asunto, Eugenio Coseriu deslinda ambos conceptos así:

Hay, entre «lengua» y «dialecto», diferencia de estatus histórico (real o atribuido): un «dialecto», sin dejar de ser intrínsecamente una «lengua», se considera como subordinado a otra «lengua», de orden superior. O, dicho de otro modo: el término dialecto, en cuanto opuesto a lengua, designa una lengua menor distinguida dentro de (o incluida en) una lengua mayor, que es, justamente, una lengua histórica (un «idioma») [1]. Una lengua histórica —salvo casos especiales— no es un modo de hablar único, sino una «familia» histórica de modos de hablar afines e interdependientes, y los dialectos son miembros de esta familia o constituyen familias menores dentro de la familia mayor (Sentido y tareas de la dialectología, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982, p. 11-12).

Por fortuna no tenemos que enfrascarnos en una consideración hamletiana de esta naturaleza en la medida en que las variantes del español americano pertenecen a una lengua histórica común, el llamado español general, tanto como pertenecen a él las variantes peninsulares. Esas variantes son la realización del sistema general del castellano, con tanta validez la una como la otra, a pesar de que persiste en la mayoría de los hablantes la idea imperialista de que la forma «central» y «verdadera» de hablar el español es la de España, más específicamente Madrid, tanto como hay gente que piensa que el «verdadero» inglés es el de Inglaterra. Es un criterio geopolítico totalmente ajeno a la lingüística pero que sigue siendo profesado pertinazmente por instituciones políticas disfrazadas de lingüísticas como la Real Academia. Esto no es nada extraño, pues la lingüística, como la geografía, ha sido siempre una rama de la política, algo de lo que los lingüistas no siempre logran hacerse conscientes y mucho menos desembarazarse. Cuando un lingüista menoprecia un modo de hablar por considerarlo, digamos, «rústico», está haciendo política y no lingüística. Cuando se limita a estudiar la «norma culta» (sea lo que sea que eso de «culto» signifique) está haciendo política. Y de la peor.

Aparte de esto conviene observar que no se encuentran en América dialectos tan separados del tronco común como para que franqueen el límite de la mutua comprensión. Por grandes que sean las dificultades, nunca son insalvables. No parece haber, pues, diferencias radicales ni diatópicas ni diastráticas ni diafásicas [2].

La clasificación de Henríquez Ureña parece más política que lingüística, aunque algunas asociaciones nos luzcan obvias: el Caribe hispánico parece tener algunos rasgos comunes: debilitamiento, aspiración o pérdida de -s final, neutralización r/l, predominio del tú en el trato, etc. Pero, aun en esta zona tan aparentemente homogénea, ¿cómo hacemos con las siguientes diferencias, entre muchísimas que podríamos citar?:

la aspiración de la r en el Oriente venezolano ([kah'ne] por carne) o
la geminación de consonantes posteriores a -r- junto a la pérdida de esta en Cuba ([ba'b:aro] en lugar de bar'baro]) o
la vocalización de la -r en Cuba, República Dominicana, Puerto Rico y Colombia ([kome'i] en lugar de comer)?
¿Qué hacemos con el Zulia (Venezuela), donde predomina el voseo? ¿Queda por ello el Zulia excluido del área del Caribe?
¿Es igual la neutralización r/l en todo el ámbito del Caribe?
¿Cómo hacemos con la labilidad de los cambios? Porque andando los años estas cosas suelen variar.
Dadas estas inconsistencias, ¿cabe hablar de zonas dialectales? Una vez más nos hallamos de frente con la complejidad del lenguaje. Cuando se intentó clasificar las lenguas en aglutinantes, desinenciales o qué sé yo, se presentó el grave inconveniente de las variaciones diacrónicas. Ni siquiera un criterio más o menos «seguro» como la genealogía permite la vinculación de una lengua madre con una hija, por ejemplo. El latín tiene casos morfológicos marcados en superficie y el español, su descendiente, no. ¿Es la presencia de casos un rasgo pertinente para clasificar las lenguas? De ser así el alemán y el latín estarían más emparentados entre sí que el latín y el español. ¿Es el léxico un criterio? En ese caso el inglés formaría más familia con el francés que con el alemán o el noruego. Además, el inglés tuvo género y casos en tiempos remotos. ¿Pertenecía entonces a una familia y ahora a otra?

Creo que la solución de este problema no es abandonar todo esfuerzo de clasificación, sino admitir la complejidad del objeto, evitando imponerle un método simplista. Es decir, me parece que más bien conviene promover diversos criterios según la pertinencia de cada quehacer lingüístico, según lo que se esté buscando. Se pueden así promover principios fonéticos como la neutralización r/l para encontrar una isoglosa, por ejemplo. O una prevalencia léxica, o el uso del voseo, o la vinculación de dos o más criterios, si ello no resulta trivial, es decir, como mera coincidencia, sino que esos dos o más principios comprobadamente se interdeterminan de alguna o muchas maneras. No tiene sentido, me parece, erigir un solo criterio como cartabón universal, pues ello nos obligaría a hacer clasificaciones absurdas, como que el español hablado en Chiapas, Centroamérica y en regiones de Colombia, el Río de la Plata y Venezuela es el mismo porque en esos lugares se vosea...

El que babelice buen babelizador será
No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos.
Jorge Luis Borges

Desde el comienzo de la vida independiente de Hispanoamérica ha sido preocupación la posible babelización del continente hispanohablante, tomando como modelo de ese apocalipsis lingüístico la dispersión del latín en las actuales lenguas romances.

En primer lugar está la del cubano Juan Ignacio de Andrade, reelaborada por Pedro Henríquez Ureña en 1921 en cinco zonas, a partir de criterios históricos, según períodos de colonización:

Zona I: suroeste de los Estados Unidos, México y Centroamérica.
Zona II: las costas e islas del Caribe.
Zona III: altiplanicies andinas.
Zona IV: Chile.
Zona V: los tres países rioplatenses.
Provisionalmente me arriesgo a distinguir en la América española cinco zonas principales: primera, la que comprende las regiones bilingües del Sur y Sudoeste de los Estados Unidos, México y las Repúblicas de la América Central; segunda, las tres Antillas españolas (Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana, la antigua parte española de Santo Domingo), la costa y los llanos de Venezuela y probablemente la porción septentrional de Colombia; tercera, la región andina de Venezuela, el interior la costa occidental de Colombia, el Ecuador, el Perú, la mayor parte de Bolivia y tal vez el Norte de Chile; cuarta, la mayor parte de Chile; quinta, la Argentina, el Uruguay, el Paraguay y tal vez parte del Sudeste de Bolivia. El carácter de cada una de las cinco zonas se debe a la proximidad geográfica de las regiones que las componen, los lazos políticos y culturales que las unieron durante la dominación española y el contacto con una lengua indígena principal (1, náhuatl; 2, lucayo; 3, quechua; 4, araucano; 5, guaraní). El elemento distintivo entre dichas zonas está, sobre todo, en el vocabulario; en el aspecto fonético, ninguna zona me parece completamente uniforme (Pedro Henríquez Ureña, «Observaciones sobre el español de América», Revista de Filología Española, VIII (1921), 357-361).

Delos Lincoln Canfield propuso otra clasificación basada en criterios fonológicos ordenados según los períodos de colonización:

I: transplante temprano: Arizona, California, México, Guatemala, Costa Rica y la región andina alta.
II: colonización del siglo XVII: Nuevo México, El Salvador, Honduras, Nicaragua, norte y sur de Chile y la región rioplatense.
III: desarrollos lingüísticos más recientes (ca. 1700): la Florida, Puerto Rico, República Dominicana, Panamá, costas caribes de Suramérica, norte de la costa pacífica y centro de Chile.
En 1964 José Pedro Rona criticó la clasificación de Pedro Henríquez Ureña y propuso una basada en criterios puramente lingüísticos. Orlando Alba lo refiere así:

Probablemente son las formuladas por José Pedro Rona las críticas más severas y coherentes que ha recibido la zonificación de Henríquez Ureña:

No son solamente cinco las grandes familias lingüísticas americanas. Además de las citadas por Henríquez Ureña también han estado en contacto con el español las lenguas mayas, la tarasca, la cacana, la pampa, la aymara, entre otras.
La distribución geográfica de las lenguas indígenas no es la que menciona el autor. El guaraní no actuó sobre toda la Argentina, Uruguay y Paraguay, sino únicamente sobre la parte nordoriental de esta zona. En el resto hubo y hay influencia quechua, mapuche, aymara, etc.
La diversificación dialectal americana no se produjo por la acción de substrato de las lenguas indígenas sobre un español. Aduce Rona que a América no llegó un «español», sino un conjunto de hablantes hispánicos que hablaban dialectos hispánicos ya diferenciados de antemano.
El criterio mismo de clasificación utilizado por Henríquez Ureña es inadecuado. Si los dialectos son hechos lingüísticos y objetivos, su determinación debe basarse en criterios objetivos y en la observación de la realidad lingüística, no en hechos extralingüísticos. Henríquez Ureña se basa en un presupuesto subjetivo: la mezcla del español con lenguas indígenas. Esta es una suposición no verificada mediante el estudio y la observación de la lengua. Por otra parte, se apoya en un hecho extralingüístico ya que lo que sí hubo en algunas zonas fue mezcla de población, pero éste es un hecho etnológico o sociológico, no lingüístico (Orlando Alba, «Zonificación dialectal del español en América», en César Hernández Alonso, Historia presente del español de América, Pabecal: Junta de Castilla y León, 1992, p. 67-68).
Rona tomó en cuenta únicamente los elementos estructurales: dos de fonología (el yeísmo y el z^eísmo —la y tal como se realiza en la Argentina y el Uruguay) y uno en su aspecto morfosintáctico (el voseo) y morfológico (la forma del voseo). Resultan así 16 zonas para el territorio del español en América y siete más para las varias mezclas del español con otros idiomas (dos con el inglés, cuatro con el portugués y una con el quechua).

ZONA YEÍSMO Z^EÍSMO VOSEO FORMA
México (excepto los Estados de Chiapas, Tabasco, Yucatán y Quintana Roo), Antillas, la costa atlántica de Venezuela y Colombia, mitad oriental de Panamá. sí no no -
Los estados mexicanos citados, con América Central, incluida la mitad occidental de Panamá sí no no -
Costa pacífica de Colombia y el interior de Venezuela sí no sí C [3]
Zona andina de Colombia no no sí C
Zona costera de Ecuador sí sí sí C
Zona serrana de Ecuador no sí sí B
Zona costera del Perú, excepto Sur sí no no -
Zona andina del Perú no no no -
Zona meridional del Perú sí no sí
Norte de Chile, noroeste de la Argentina y los departamentos bolivianos de Oruco y Potosí no no sí B
El resto de Bolivia no no sí C
Paraguay (excepto la zona de Concepción) y las provincias argentinas de Misiones, Corrientes y Formosa no sí sí C
El centro de Chile sí no sí B
El sur de Chile y una pequeña porción de la Patagonia argentina no no sí B
Las Provincias «gauchescas» de la Argentina (aproximadamente Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, La Pampa, Río Negro, Chubut y hasta la Tierra del Fuego) y el Uruguay (excepto la zona ultraserrana y la fronteriza) sí sí sí C
Zona ultraserrana del Uruguay (departamentos de Rocha y Maldonado y parte de Lavalleja y Treinta y Tres) sí sí no -


Juan C. Zamora Munné y Jorge M. Guitart proponen nueve zonas, según tengan o no tres rasgos:

Número Zonas aspiración y pérdida o conservación de -s realización velar de j o alófono glotal voseo presente o ausente y convivencia con el tuteo
1 Antillas, costa oriental de México, mitad oriental de Panamá, costa norte de Colombia, Venezuela (menos la cordillera). pérdida glotal tuteo
2 México (sin costa oriental y frontera con Guatemala) conservación velar tuteo
3 Centroamérica y fronteras con México pérdida o aspiración glotal voseo
4 Colombia (sin las costas), cordillera de Venezuela conservación glotal voseo
5 Colombia (costa pacífica) y el Ecuador aspiración o pérdida glotal tuteo y voseo
6 Perú (costa, excepto extremo sur) aspiración o pérdida glotal tuteo
7 Ecuador y Perú (salvo lo indicado en 6), noroeste de Argentina, centro de Bolivia conservación velar tuteo y voseo
8 Chile aspiración o pérdida velar tuteo y voseo
9 Río de la Plata, oriente de Bolivia y Argentina (salvo noroeste) aspiración o pérdida velar voseo


Philipe Cahuzac propone otra clasificación, basada en los nombres que recibe el ‘campesino’ en distintas regiones:

1 México, América Central y el Caribe
2 México y sur de los Estados Unidos charro
3 América Central cimarronero, concho, campiruso...
4 Antillas goajiro, campuno
5 Venezuela y Colombia llanero, sabanero...
6 Ecuador, Perú, Bolivia chacarero, montubio...
7 Río de la Plata gaucho, campero...
8 Chile huaso...


Carlos A. Solé comenta lo siguiente sobre esta clasificación de Cahuzac:

La falta de precisión en el establecimiento de los hechos léxicos debilita tal intento de clasificación, aparte de lo difícil de basar cualquier división en zonas dialectales usando como único criterio el fenómeno léxico (C. A. Solé, Bibliografía sobre el español de América, en prensa).

En conclusión, el establecimiento de fronteras que definan con aceptable precisión las «zonas dialectales» de Hispanoamérica parece, sobre todo en la actualidad, una tarea vana e imposible. Según se ha observado, todos los intentos de división realizados hasta ahora resultan a todas luces insatisfactorios. No se trata de un hecho casual.

Dos tipos de razones, una de naturaleza teórica y otras de orden práctico, motivan esta realidad. Si la variación, no sólo la diatópica sino también la diastrática y la diafásica, es un rasgo inherente de la estructura de todo sistema lingüístico, parece inevitable que toda propuesta de demarcación o zonificación sea siempre arbitraria y su resultado, en consecuencia, inaceptable. [...] En este sentido, desde el punto de vista teórico toda zonificación implica una simplificación que desnaturaliza y oculta parcialmente la realidad.

[...]

Según anota Resnick el uso de 25 rasgos generaría 67.149.824 unidades dialectales (Orlando Alba, «Zonificación dialectal del español en América», en César Hernández Alonso, Historia presente del español de América, Pabecal: Junta de Castilla y León, 1992, p. 80).

Por ese camino, añadiendo rasgos, podríamos terminar teniendo más unidades dialectales que hablantes. No sería verdadero, pero cumpliría con el mérito primordial de satisfacer ciertas manías academicistas, que tanto sueldo generan. Más de un viaje a un congreso se ganaría con ello.

Por último, valdría tal vez la pena reparar en la sugerencia de Ramón Menéndez Pidal en la consideración sobre las tierras de la flota y las tierras interiores de América:

la tradicional denominación de «tierras altas» y «tierras bajas», usada en la dialectología hispanoamericana, debe rechazarse como engañosa y que en su lugar debe decirse tierras marítimas o «de la flota» y tierras interiores, destacando la situación favorable de las tierras que están en contacto regular con la flota de Indias que zarpaba dos veces al año. Esa flota se carenaba, se equipaba, se cargaba y se despachaba en Sevilla y en San Lúcar; su alistamiento obligaba a todo viajero indiano a permanecer en Andalucía una temporada (casos hubo, como el de 1552, en que toda la flota con sus 64 navíos estuvo detenida diez meses por avería de las naves y todo el numeroso pasaje vagando en Sevilla y en Cádiz). Pues estas numerosas naves de cada flota iban anualmente cargadas de andalucismo y lo repartían por las costas de América donde aportaban (Ramón Menéndez Pidal, «Sevilla frente a Madrid», Miscelánea homenaje a André Martinet, v. III, Tenerife: Universidad de la Laguna, 1962, p. 142-43).

Habla bien el que habla como yo
Junto a las diferencias diatópicas están las distráticas. Los niveles sociales suelen implicar niveles de lengua. Estos desniveles vienen señalándose desde tiempos muy antiguos. Son divertidas las controversias que a este respecto sostenían Don Quijote y Sancho Panza. ¿Qué significan estas diferencias?

En primer lugar nuestra capacidad humana de articular rasgos diferenciales de cualquier tipo en cualquier soporte significante. El ser humano tiene una capacidad proteica para fundar sus diferencias en los elementos distintivos más diversos, entre ellos la lengua, pues «el género humano es un género de amigos y enemigos» (Jaime Jaramillo Escobar). Esto es, el hombre suele articular sus clasificaciones de los mundos sociales —clases sociales, regiones, sexos, edades, profesiones, ideologías, etc.— sobre elementos que pueden sorprender. Por algo Jonathan Swift se burlaba de los liliputienses que iban a la guerra por cuestiones que Swift consideraba baladíes: unos usaban tacones y lo otros no; unos cascaban el huevo por el medio y otros por la punta... «La lengua es un marcador de la identidad de grupo, pero también se ha señalado que no es esencial para la identidad continuada. El ejemplo que se suele citar es el del irlandés Bernard Shaw, quien decía que Inglaterra e Irlanda eran dos países divididos por la misma lengua» (Yolanda Lastra, Sociolingüística para hispanoamericanos, México: el Colegio de México, 1992, p. 382). En esto el lenguaje cumple funciones que van más allá de la referenciación, de la semántica vinculada al simple significado de las palabras. Hay, además, en la textura misma del lenguaje, en su fonética, en su morfosintaxis, en su léxico, rasgos distintivos de clase, de región, de sexo, de edad, de nacionalidad. Es precisamente el objeto de estudio de la dialectología y de la sociolingüística. Y también del análisis del discurso. En el lenguaje se articula, como en otros conjuntos significantes, lo que Pierre Bourdieu ha llamado la ‘distinción’ (La distinction. Critique sociale du jugement, París: Éditions de Minuit, 1979). Son rasgos que se oponen de un modo análogo a como se oponen los fonemas. Así, ciertas pronunciaciones, cierto léxico, ciertos usos morfosintácticos ubican en una clase social, permiten clasificar a cada hablante con su medio, sea que el eje de articulación, el eje de variaciones sistemáticas, como dicen ciertos análisis de discurso, sea la clase social, la edad, el oficio, la ideología. Somos capaces de clasificar a otros seres humanos y clasificarnos nosotros mismos sobre la base de cualquier sistema de signos. Entre ellos el lenguaje. Y aun rasgos menos sólitos en nuestra lengua, como este señalado por R.A. Hudson:

La distinción más extraordinaria que ha sido mencionada es probablemente la de los indios nootka de la isla de Vancouver ([Edward] Sapir 1915 [“Abnormal types of speech in Nootka,” Canada Geological Survey Memoir, Ottawa: Government Printing Bureau]). Aparentemente, el nootka posee formas léxicas especiales para emplearlas al hablar a (o acerca de) personas con diversas clases de deformidad o anormalidad (La sociolingüística, Barcelona: Anagrama, 1981, p. 133).

En segundo lugar la relación con niveles diversos de conciencia lingüística. El hablante que ha pasado por el sistema educativo moderno ha tenido más oportunidad de reflexionar sobre los hechos lingüísticos mediante los instrumentales de la gramática. Ha aprendido cuáles son los principales errores imputados al hablante rústico por la gramática académica, la del poder. Por eso su lenguaje es en medida variable el producto de un metalenguaje. El hablante no educado en ese sistema moderno, en cambio, se encuentra solo con su intuición lingüística y generalmente aplica soluciones que no están medidas ni mediadas por una conciencia deliberada. De allí que sea más frecuente encontrar en él las tendencias naturales de la lengua —sea lo que sea que signifique eso de tendencia «natural», en todo caso un proceso no perturbado por la autoconciencia del lingüista ni de sus epígonos pedagógicos. Una de las principales actividades pedagógicas consiste, en todas partes, en imponer una versión de la lengua, cierto dialecto privilegiado que como tal no quiere llamarse dialecto, la llamada «lengua culta», aquella que se admite como koiné de un sistema administrativo legal bastante internacional, la lengua de la burocracia (L. Calvo Ramos (1980), Introducción al estudio del lenguaje administrativo, Madrid: Gredos). La literatura pudiera definirse como un dialecto de la lengua culta que goza de libertad bajo fianza y a veces ni eso, por lo cual no le importa refugiarse en los márgenes, es decir, doquiera que no haya gendarmería lingüística. Y si la encuentra la desafía. No carece de reglas, pues las deriva del sistema mismo, según su necesidad expresiva.

Desde siempre se estableció un principio relacionado con el llamado «buen sentido». Se privilegió así, por razones políticas, cierto dialecto, generalmente ligado a la corte o hablado por ella, es decir, vinculado con la élite gobernante. Por eso en Inglaterra se le llama “King’s English.” A este dialecto se atribuyen todas las virtudes de la racionalidad, la belleza, la perfección, la pureza, esa castidad de la lengua. De allí el casticismo. Al mismo tiempo las otras variantes son consideradas irracionales, feas, faltosas, contaminadas, cuando no pecaminosas. Según la visión de la élite gobernante, estas variantes (diatópicas o diastráticas) deben evitarse y hasta, según la necesidad, borrarse de la faz de la tierra, y en no pocos casos con todo y hablantes, si es preciso, para que brille la pureza burocrática... El habla del Otro es tan despreciable como el Otro lo sea.

Como el dialecto dominante es aquel en que suelen expresarse grandes abstracciones vinculadas con el ejercicio del Estado y de los conceptos filosóficos que le dan forma, se declara que el habla popular es incapaz de abstracción —como lo serían también las lenguas indígenas de América o del África, lo que de algún modo implica la sugestión irresponsablemente racista de que esas poblaciones carecen biológicamente de esa capacidad. Como si las reglas del parentesco no fuesen abstracciones refinadísimas, como si cualquier sistema de mitos no fuese un sistema de abstracciones metaforizadas. No discutamos más, pues aceptar la controversia es como aceptar la que pretende que blancos y negros tienen rasgos intelectuales diversos. Conceder la discusión es conceder un beneficio de la duda que no se merecen. Es, pues, una teorización tendenciosa y perversa, como toda teorización que desplaza estratégicamente una voluntad de poder hacia otro aspecto de la vida social, para disfrazarse de él. Así, hay mil modos de distinguir las clases sociales: por la estilo de vestir, por las maneras de mesa, por la familiaridad con la moda, por la lengua, sobre la cantidad de dientes (como en la polémica política venezolana desde 1998, en que las clases altas han hecho de eso un rasgo social distintivo entre ellas y los «bidentes» —que tienen dos dientes. Haz clic aquí para ver una bonita versión del fascismo). En el caso de la lengua se trata de legitimar una hegemonía política sobre una base lingüística.

¿Significa esto una igualación de los niveles diastráticos? Me parece que lo criticable del purismo ha sido precisamente pretender imponer el dialecto del poder al resto de la sociedad. El problema está en la violencia simbólica. De resto la llamada norma culta tiene la utilidad primordial de ser una koiné que permite la comunicación diatópica y hasta diastrática. Si intento comunicarme más allá de mis fronteras geográficas o sociales lo más aconsejable es usar un dialecto lo más general posible y precisamente la llamada norma culta cumple ese papel. Lo que llamamos ‘cultura’, fuera de los desarrollos de la antropología cultural, es la ‘cultura ilustrada’, la ‘cultura de los dominantes’, diferente de la ‘cultura dominante’ como veremos inmediatamente. La norma culta funciona en este caso como ‘cultura dominante’. Aníbal Quijano ha propuesto una distinción entre ‘cultura dominante’ y ‘cultura de los dominantes’ («Cultura y dominación (notas sobre el problema de la participación cultural)», en Alfredo Chacón (1975), Cultura y dependencia, Caracas: Monte Ávila, p. 85-113). La cultura de los dominantes corresponde a aquel repertorio detentado por los sectores dominantes con pretensiones de exclusividad. Se refiere a lo que Chacón ha llamado ‘campo cultural ilustrado’, esto es, la ciencia, el arte, la literatura, la tecnología, etc. En una misma formación social esta cultura dominante coexiste con otros estratos culturales, como los que el mismo Chacón señala, ‘campo cultural industrial-comercial’, ‘campo cultural indígena’, ‘campo cultural rural-campesino’, ‘campo cultural crítico-alternativo’, así como las estructuras populares urbanas inducidas y no inducidas, el folklore, etc.

La norma culta tiende a unificar las diversas normas diastráticas y hasta diafásicas en una sola experiencia comunicativa. Esta comunicabilidad horizontal y vertical sirve para acercar poblaciones que, como diría Bernard Shaw, están separadas por la misma lengua... Jehová castigó la soberbia de los constructores de la Torre de Babel confundiendo sus lenguas. Obviamente la especie humana no sigue las enseñanzas bíblicas, pues el esfuerzo de los imperios en materia de lenguaje no ha dado otro resultado que revertir los efectos de la maldición babélica. Si ese proceso contrababélico continúa, en poco más de un siglo, si no antes, tendremos un mundo donde solo se hablen unas cinco o seis lenguas imperiales o ex imperiales, entre las cuales seguramente estará el español, con el de América numéricamente a la cabeza. Digo, si no nos absorbe antes a todos el inglés. El tiempo lo dirá, quién sabe si en chino.

Notas
1. Pero claro está que, si un dialecto no se atribuye a ninguna «lengua» de orden superior, constituye él mismo una lengua histórica de por sí [nota de E. Coseriu].

2. «Normalmente, en una lengua histórica pueden comprobarse tres tipos fundamentales de diferenciación interna: a) diferencias en el espacio geográfico o diferencias diatópicas; b) diferencias entre los distintos estratos socioculturales de la comunidad idiomática, o diastráticas, y c) diferencias entre los tipos de modalidad expresiva, según las circunstancias constantes del hablar (hablante, oyente, situación u ocasión del hablar y asunto del que se habla), o diferencias diafásicas.

»A estos tres tipos de diferencias corresponden en sentido contrario (es decir, en el sentido de la convergencia y homogeneidad de las tradiciones idiomáticas) tres tipos de sistemas de isoglosas unitarios (o, por lo menos, más o menos unitarios), precisamente: unidades sintópicas, que pueden seguir llamándose dialectos, pues son, en efecto, un tipo particular de «dialectos»; unidades sinstráticas o niveles de lengua (por ejemplo, «lenguaje culto», «lenguaje de la clase media», «lenguaje popular», etcétera; y unidades sinfásicas o estilos de lengua (por ejemplo, lenguaje familiar, lenguaje solemne, etcétera)» (Eugenio Coseriu, Sentido y tareas de la dialectología, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982, p. 19).

3. Con respecto a las formas verbales que acompañan al pronombre vos, el autor distingue cuatro tipos, según las siguientes desinencias: A: -áis, -éis, -ís; B: -áis, -ís, -ís; C: -ás, -és, -ís; D: -as, -es, -es.

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